Persistenza del debole
Sono nato a Sparta quasi tremila anni fa. Vissuto esattamente trenta minuti dopo la fuoriuscita dal ventre di mia madre, anche lei mortificata per aver generato un figlio così debole.
Il cerusico che mi esaminò e l’ostetrica furono dello stesso avviso: non ero degno di essere cittadino di Sparta. Fisico minuto, ossa gracili, pelle raggrinzita – da vecchio più che da neonato – squamosa e trasparente, che faceva pensare a un pesce più che a un essere umano, una pellicola sottile quasi da ranocchio. Mani minuscole, dal dorso punteggiato di venuzze rotte che formavano come delle arborescenze, contribuivano al grottesco spettacolo. Sono nato debole.
Perfino mia madre si vergognò di me quando mi vide: “Sono venuta al mondo per partorire uomini, non rane”.
Sono vissuto poco più di mezz’ora. Trenta minuti appena, trascorsi tra palmi rudi ed aspri, le mani di coloro che mi esaminarono con disprezzo perché indegno di appartenere alla loro casta di guerrieri.
Ho trascorso questi minuti, la mia spoglia razione di vita sulla Terra, fra pianti e voci alterate. Il medico designato dagli anziani per decidere sulle attitudini dei neonati, mi tenne giusto qualche secondo tra le sue grosse dita dure come il legno, ricoperte da una corteccia callosa, senza una goccia di linfa. Invano cercai il seno di mia madre, che mi respinse fin dal primo momento.
I miei fratelli, i miei compagni di generazione, sono nati forti e muscolosi, con ossa dure e flessibili, capaci di sopportare le cadute e i colpi con la parte piatta della spada. Loro sì che erano degni di portare lo scudo con l’ape disegnata.
I loro torsi muscolosi, le loro gambe robuste e agili, già da molti secoli sono marciti sotto il peso dell’oblio. Le loro braccia poderose, i loro ormoni temibili, spariti. Io sono morto subito, a mezz’ora dalla nascita. Non sono arrivato a conoscere la luce del giorno, perché, nato all’alba, prima dell’aurora ero già nel dirupo dei bambini deboli, nell’abisso degli esseri inutili e privi di tempra, nella città fantasma dei miserabili innocenti di Sparta, indegni di qualsiasi opportunità sulla Terra.
Avrei voluto scrivere un poema torrenziale. Duro come quella roccia di Sparta che schiantò la mia faccia di neonato. Un poema con fili di silicio e unghie di pietra capaci di affondare nella carne, di spezzare il destino come si spezzava il calcare cenerognolo delle mie ossa porose come spugna, il temporale instabile del mio corpo.
Non avevo fondamenta, non ero stato costruito per durare. Prima che spuntasse l’aurora del primo giorno della mia vita, giacevo in fondo ad un burrone, pasto insipido dei ragni, razione aggiuntiva di braccine e gambe nel pranzo dei corvi.
Neanche mio padre, il cui scudo di guerriero è già da lungo tempo sparito sotto l’oceano dei giorni, ha visto la mia faccia smunta che fuoriusciva dal ventre di mia madre e s’immergeva nella vita per un breve istante. Neppure lui, muscoloso e flessibile come un giunco, glorioso di gloria caduca – ché già da secoli più nessuno ricorda il suo nome – si degnò di darmi un’occhiata.
Non sono mai stato. Né ho avuto nome. Condivido i nomi di quei reietti, gettati nel burrone di Sparta. Il mio unico nome appartiene alla brace, non all’incendio. Non resta nulla di me se non quel poco che ho potuto essere: minuti nell’ombra della notte. Perciò sono venuto. Perciò ho questo breve spazio di carta in cui tornare nella mano di un altro che mi scrive.
Io sono durato. I miei fratelli, i forti, si sono putrefatti già da tempo e dal meccanismo dei loro toraci ben forniti, dalla loro grinta feroce, più nulla germoglia. Sono stati.
Io sono. Morto a Sparta quasi tremila anni fa, con un soffio di vita, torno su questo foglio di carta e in questa lingua strana perché io, il debole, non ho conosciuto lingua alcuna. Non-nato per il suono articolato e per l’amore delle donne. Ho conosciuto solo la maturità del grido rauco con cui mi hanno bocciato, il prematuro grugnito d’orrore nelle bocche che si storcevano, non il bacio. La mano mi scrive e sono adesso.
C’è un fiume incessante fatto dei cadaveri dei poderosi, il fiume dei forti che cadono ecadono, acque caliginose rigonfie di gente smaniosa di successo.
Io sono nelle alte terre, lontano da quelle rive. E permango.
Traduzione: Lucio Sessa
PERSISTENCIA DEL DÉBIL
Nací en Esparta hace casi tres mil años. Viví exactamente treinta minutos desde que salí del vientre de mi madre, que también se avergonzó por haber engendrado un hijo tan débil.
El cirujano que me examinó y la partera coincidieron en el mismo juicio: yo no era digno de ser un ciudadano de Esparta. Mi complexión menuda, mis huesos quebradizos, las arrugas de mi piel que al nacer parecían las de un viejo, con arborescencias de pequeñas venas rotas en el dorso de las manos minúsculas, y una transparencia no humana de piel de pescado, de delgada membrana de renacuajo, contribuían al grotesco espectáculo. Nací débil.
Hasta mi madre se avergonzó de mí cuando me vio: “Yo fui hecha para parir hombres, no ranas”.
Viví poco más de media hora. Treinta minutos escasos, que transcurrieron entre las gruesas y ásperas palmas de las manos de quienes me examinaron con desprecio porque no era apto para pertenecer a su casta de guerreros.
Pasé esos minutos, mi ración escueta de vida sobre la Tierra, en medio de llantos y voces destempladas. El médico designado por los ancianos para decidir sobre las aptitudes de los que nacían, me tuvo apenas segundos entre sus gruesos dedos que me parecieron leñosos, cubiertos de callos de corteza y extremadamente duros, sin una gota de savia. En vano busqué el seno de mi madre, que me rechazó desde el primer hasta el último momento.
Mis hermanos, mis compañeros de generación, nacieron fuertes y musculosos, con huesos duros y flexibles que resistirían las caídas y los golpes con la parte plana de la espada. Ellos, y sólo ellos, nacieron dignos de llevar el escudo con el dibujo de la abeja.
Sus musculosos torsos, sus piernas gruesas y ágiles hace ya muchos siglos se pudrieron bajo el peso del olvido. Sus brazos poderosos, sus terribles glándulas, desaparecieron. Yo morí enseguida, a la media hora de nacer. No llegué a conocer la luz del día, puesto que nací de madrugada y antes de que el sol despuntara fui lanzado al barranco de los niños débiles, al abismo de los inútiles y los faltos de temple, a la ciudad fantasma de los miserables inocentes de Esparta, que no merecieron oportunidad sobre la Tierra.
Yo hubiera querido escribir un largo poema. Un poema duro como las rocas que golpearon contra mi cara de recién nacido, en Esparta. Un poema con filos de silicio y uñas de piedra que se metiera en las carnes, que quebrara el destino como se quebraba la caliza cenicienta de mis huesos endebles como esponjas, el temporal inestable de mi cuerpo.
Yo no tuve cimientos, ni fui construido para durar. Antes del amanecer del primer día de mi vida yacía en el fondo de un barranco y era el almuerzo insípido de las arañas, una ración más con bracitos y piernas en el comedero de los cuervos.
Ni mi padre, cuyo escudo guerrero hace ya mucho tiempo que ha desaparecido bajo el océano de los días, vio mi cara delgada que salía del vientre de mi madre y se hundía en la vida sólo por un momento. Mi padre musculoso, flexible como un junco, glorioso de una gloria caduca, puesto que ya hace siglos nadie recuerda su nombre, no se dignó a verme.
Yo no fui. No tuve nombre. Tengo los nombres de los lanzados en aquel barranco de Esparta. Mi único nombre es el del rescoldo, no el del incendio. No queda nada de mí más que lo poco que pude ser: minutos bajo la sombra de la noche. Por eso he venido. Por eso tengo este espacio breve de papel en el que volver en la mano de otro que me escribe.
Yo he durado. Mis hermanos, los fuertes, se pudrieron hace mucho y el artificio de su tórax prevenido, de su guardia feroz no alienta nada. Han sido.
Yo soy. Muerto en Esparta hace casi tres mil años, con un soplo de vida. Vuelvo en este papel y en este idioma extraño porque yo, el débil, no conocí idioma alguno. Nonato para el sonido articulado y para el amor de las mujeres. Sólo conocí la madurez del grito ronco en la reprobación, el temprano gruñido del aborrecimiento en la mueca de las bocas, no el beso. La mano me escribe y soy ahora.
Hay un río incesante hecho de los cadáveres de los poderosos, el río de los fuertes que caen a cada momento, las caliginosas aguas de los que quieren vencer.
Yo estoy en las tierras altas, lejos de esas orillas. Y permanezco.
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